viernes, 18 de abril de 2008

La bulla

Por fin hemos llegado. Desde la invitación ("¿Te apetece? Di, anda, ¿te apetece?") hasta que entramos por la puerta han pasado tres días, pero las dos horas y media de trayecto en autobús, tranvía y taxi me pesan más que el resto. La casa no destaca por nada: barrio de chalets con jardines de césped cuidado y algunos fresnos. No estoy acostumbrado a estos lujos, pero, qué quieres, aquí todo lo hacen clónico. Visto uno, vistos todos.

En el autobús (Rebsehl, n.º 211, asientos 7 y 9), mientras por la ventana vemos desfilar campos verdes, luego suburbios y después el túnel de la estatal, hablamos:
- ... de gusto adquirido, por ejemplo, la cecina. ¿Te gusta la cecina?
- Creo que la probé una vez. Deja regusto a leche, ¿no?
- ¿A leche? No.
- Sí, un saborcillo al final que se queda pegado al paladar...
- Pero no es de leche, es de carne seca.
- No, es como lácteo.
- ¡Qué va!
- Que sí, que el jamón también es carne seca y sabe distinto.
- Porque lleva más sal.
En un asiento cercano a los nuestros pero al otro lado del pasillo, un viejo con la piel oscura y verrugas en las manos nos mira con fijeza. Me quito unos pelos de gato de la chaqueta.

Las dos chaquetas son de Ernesto. Son un poco ridículas, de cuadros con colores chillones que no pegan (más bien se pegan entre sí), pero se ha puesto tan pesado ("Aquí tienes que ir un poco elegante a las fiestas, si no no te invitan más, tronco") que al final he accedido. Delante del espejo, con una camiseta de Lemmy y la chaqueta encima, parezco un cruce de Fernando Esteso con un diseñador desfasado (en época pastis a go-go). A lo que me niego es a ponerme camisa, y desde luego a encasquetarme el plumas sobre la chaqueta: prefiero pelarme de frío a que parezca que mi mamá me arropa todos los días (perdona, mamá, pero ya sé cocer huevos solo). A Ernestito le da igual.

Sobre Ernesto solo puedo decir que es burgalés (siempre hace la broma de que es "vulgarés", chiste de profesor de español, que a la primera hace que te compadezcas de su sentido del humor; cuando ves que lo repite siempre que conoce a alguien, te dan ganas de meterle un puño en la boca y arrancarle la campanilla de un tirón seco) y que ya me lo he encontrado dos veces pelándosela delante del ordenador. Es tan incapaz de hablar con una mujer como de no hablar con su familia todas las semanas, aunque tiene cosas buenas: comparte los materiales de clase sin rechistar y cocina los domingos. A mí me toca pagar las pizzas del sábado.

Hemos llamado y han abierto enseguida, y me he quedado con la impresión de que observaban por la mirilla cómo nos acercábamos. Una chica alta, deportista y con buenas tetas. No la he entendido, pero he hecho como que sí, que fuera ella delante que la seguíamos. Me da vergüenza llevar aquí dos años y no entender el acento del norte.
Paseíllo por el salón enorme (alfombras en la pared, como en Chechenia) hasta aparcarnos en la mesa de bebidas. De comer hay albondiguillas de esas frías y otras repugnantes delicias del país. Gente guapa internacional sentada en los sillones, en las escaleras, en el hogar impoluto de la chimenea. Música de ascensor de fondo. Me he fijado ya en que haremos el ridículo con las malditas chaquetas de cuadros: parecemos dos hobos en una puesta de largo.

En la estación de autobuses de Malmö, cerca de la taquilla del metro, un mendigo chapurrea un poco de español ("¡Real Madrid, Real Madrid!", señalando con el índice izquierdo, la uña negra de mugre) para pedirnos unas monedas. Me jode llevar la procedencia estampada en mi frente y que me la reconozcan, así que ni le miro.

Allison se acerca desde el otro extremo del salón. Vestido negro, con escote en pico que le llega casi al ombligo y sonrisa de llevar a cuestas algo más que vodka. Agarra por el brazo a Ernesto y nos lleva al grupo de estudiantes de español. Después se lleva al burgalés a por unos hielos.

Una semana antes, en mi habitación, tuve que calmarla. Me despertó a gritos y se puso a llorar. No se acordaba de que la noche anterior se había emborrachado y que se puso tan cariñosa que acabamos follando. Por la mañana se asustó al verme, no sé si por mi pecho peludo o por esa sensación que nunca he tenido de "¡Joder! ¿Me he acostado con esto?". Me da igual, me lo pasé bien al ver cómo la estricta profesora de Gramática andaba tan salida como para gritar en sueco que le diese por el culo.
Desayunando, ella vestida con la ropa arrugada del día anterior, esquiva toda alusión a lo que pudo pasar, no quiere saberlo, y pone cara de maestra cada vez que menciono lo de la noche anterior. Sorbe toda su taza de Nescafé mientras apoya la frente en la mano izquierda y el codo en el muslo del mismo lado. No me he vestido, estoy indecente en calzoncillos, despeinado y con la barriga desparramándose toda hacia los lados. Pienso que si yo estuviera tan buena como ella, ni borracha me hubiera acostado con semejante garrulo.
Cuando se marcha paso el día con el ego exaltado, incluso aprovecho para llamar a Mamen y decirle "Te quiero, gordy".

Mamen no quedó muy convencida con mi emigración. La idea inicial era que me fuera por un año, con esporádicos regresos por Navidades y fiestas de guardar, pero las vacaciones y festivos no suelen coincidir, y ella no parece tener ni dinero ni intención de acercarse a Escandinavia.
La primera experiencia no fue muy alentadora. Me pasé cinco días casi sin salir de su piso, porque solo ella sabía que había vuelto (¡perdóname, oh mamá!), y a la vuelta, además de por las discusiones habituales, pasé un mes muy jodido porque el viaje había salido más caro de lo que me figuraba al principio. Luego fui espaciando las visitas.
Llegó el verano y me reenganché con los cursos de idioma estivales, y entonces me ofrecieron un puesto fijo en el departamento de español. Ni se lo consulté a ella, que por entonces ya debía de andar viéndose con otros, como hice yo nada más aterrizar en tierra sueca. Sin culpabilidades, que la vida son dos días y nos quedan dos.
Ahora nos llamamos cuando estamos de subidón. Nada de "Te-echo-de-menos-¿Cuándo-vas-a-volver/venir?". Llevamos una relación extraña, pero a mí me hacía muy infeliz vivir con ella, y a ella igual, así que esta es la única relación que podemos llevar.

Se acerca Olaf, su marido, al que ya había visto entre los que están sentados en la escalera. Unos dos metros de inocencia nórdica y manos de capador de renos. Es profesor de Teología en la universidad donde su mujer y yo damos clase. Por nada del mundo querría tener a este vikingo luterano como enemigo, así que me trago su cháchara en español de carraca sobre los místicos españoles y me muerdo la lengua para no decirle que eran todos unos malfollados (¿se puede escribir así?). Luego me he mareado.

¿Te ha pasado alguna vez? Eso de estar en una reunión social y notar que las rodillas se te doblan, la cabeza empieza a pesar más de lo normal y el peso hace que tienda a irse hacia atrás. Dejas de escuchar a quien te habla porque pierdes la capacidad de filtrar sonidos, solo oyes, porque todo lo que suena a tu alrededor parece cobrar la misma importancia. Los párpados se te cierran y cuesta un huevo mantener los ojos abiertos, ya no digamos centrar la mirada. A mí me pasa a veces. Dime, ¿te ha pasado alguna vez?

Mi primer mareo fue en Madrid. Como estábamos bebiendo y fumando no le di importancia. Pensé que me había pasado. El alcohol tiene esa propiedad: tú entablas un combate con él, hay un estado de conciencia dialógico con la botella en la que ella te invita a dejarte llevar, a caer, y tú te empeñas en llevarle la contraria y sigues bebiendo, manteniendo el tipo hasta llegar a empate técnico, momento en el que se aplaza la continuación. Esa es la única forma de entenderse con el alcohol. Aquel día, como enseguida estaba bien, no volví a pensar en ello hasta que me pasó lo mismo en la fiesta de bienvenida de la universidad, donde además de no fumar no había bebido más que unos sorbos de vino.
Es demasiado evidente que no es culpa del alcohol, porque desde entonces me viene sucediendo con cierta frecuencia, una o dos veces al mes. He llegado a tres en momentos de mucha tensión. Nunca en clase, desde luego, porque si no aquí enseguida te obligan a ir al médico, y no me apetece ingresar para que me hagan pruebas. No porque esto sea Suecia, porque es probable que este sea el lugar del mundo con los mejores hospitales públicos, pero siempre he tenido la impresión de que cuando pise un hospital será para no salir de él a pie.

Además he encontrado la solución perfecta para estas situaciones. Me quedo quieto, me apoyo en algo estable y bajo la vista al suelo, a un punto justo entre las puntas de mis pies. Para que el que habla (en este caso Olaf, el cornudo) no se dé cuenta, afirmo con la cabeza y emito algún sonido afirmativo. No creo que piense nada más que "Extraños estos mediterráneos". Con esta táctica me aseguro una recuperación en pocos segundos y como no llego a perder la conciencia, puedo recuperar el hilo de la conversación con un "¿Podrías repetir eso, por favor? Creo que no estoy del todo de acuerdo".

Vuelve Ernesto con una tipa que no conozco colgada del brazo, como Allison cuando se lo llevó. Las mujeres deben de verlo como un funny animal de goma, inofensivo, un eunuco exótico al que pasear de una estancia a otra; y él encantado, es lo más cerca que ha estado de intimar con una mujer en su vida, la única forma de notar el calor, la agradable resistencia que opone la piel al tacto, la perfecta definición de los pechos, la sorpresa que producen al tocarse por accidente los huesos de la cadera, el aliento cálido... Con esa cercanía es posible quedarse mirando el rostro, recorrer la frente y el nacimiento del pelo, bajar hasta la oreja, demorarse en el cuello hasta llegar a las clavículas, después al escote...

La fisionomía es un indicador muy exacto para predecir comportamientos en situaciones determinadas, si sabes cómo leer. Por ejemplo, Olaf, que sigue aquí soltando su rollo, ahora que se nos han unido otros dos, sonríe para afirmar sus asertos menos sólidos, mira a los ojos furtivamente cuando alguien le habla, cuando toma su turno de palabra sube la cabeza (¿tiene mal aliento o lo hace abstrayéndose lo justo para hablar de esos temas tan profundos?). Es evidente que hace deporte, y la piel de las manos, del cuello y del rostro demuestran que se toma la exposición a los elementos como una forma ascética de purificación. El pelo descuidado, con esa calvicie prematura haciendo estragos, los dientes, limpios pero sin ortodonciar, las uñas cortadas de cualquier manera... todo demuestra un desentendimiento de lo físico que se contradice con la elección de su pareja.
Allison es un ejemplar magnífico de hembra. Dentro de unos límites pulcros y respetables, se permite algún guiño para resaltar un cuerpo espléndido, algo escaso de carne (pero a mí siempre me han puesto las mujeres de tetas pequeñas). Si tenemos en cuenta que a Olaf le pesa mucho la posición social, Allison no es más que un complemento ad hoc del personaje que interpreta su marido. Supongo que no tendrán vida sexual más que cuando las gónadas del vikingo necesiten aliviarse.

Ernesto, en cambio, es una derrota fisica. Mantiene un interés absurdo por la buena presencia y las normas de civismo más rancias que conozco. No se da cuenta de que son reglas que ya eran antiguas cuando su papi y su mami las interiorizaron, que ahora solo sirven para darle un aspecto gracioso de patán recién descongelado, el mismo que tenía yo al pisar Suecia por primera vez.

Cuando llegué a Malmö por primera vez solo llevaba dos maletas y mis gloriosos certificados de sueco de la EOI central. No me imaginaba que iba a romperme un diente en la entrada de la Facultad de Letras y que acabaría durmiendo esa primera noche en el salón de un famoso actor que viaja una vez a la semana a Madrid para rodar de un tirón los episodios de la serie por la que es más conocido.

De todas formas no es mi primer contacto con el mundo de la cultura: en Madrid viví puerta con puerta con un famoso escritor revisionista de derechas que resultó ser un vecino agradable y en especial generoso. Pasaba por alto todos los desbarres de fin de semana, limitándose a subir el volumen de la música country que tanto le gusta cuando había farra en casa. Incluso llegó a traerme caldo de pollo a casa una semana en que la gripe me tenía temblando en cama y las amistades se habían volatilizado (¡gracias, C.V.!).
También en Barcelona estuve de inquilino de un actriz recauchutada que resultó ser una amargada usurera incapaz de la más mínima empatía. Los últimos meses me quedé sin trabajo, y era una auténtica Anábasis salir del edificio sin encontrármela de frente. Para reclamarme los pagos, salía al descansillo con los guiones que tenía que aprenderse y si coincidíamos montaba unos jaris que me dejaban temblando y sin ganas de comer para el resto del día. Terrorífica visión la de aquella semi-diva de tercera vestida con un chándal de Carrefour que apenas le contenía los globos de silicona, gritándome hasta que parecía que se le iban a reventar los labios colagenizados, con los ojos llorosos de rabia y soltando por su boquita el surtido más variado de insultos en catalán.
La madrugada del 12 de mayo de 2002 esperé despierto hasta que la oí llegar, con mis pocas pertenencias repartidas en una mochila y un maletín de ejecutivo rescatado de la basura. Una hora después salía de allí más contento que un indultado. Le dejé sin pagar tres meses que no podrá reclamar nunca porque no quiso hacerme contrato.

Olaf insiste en invitarme a su cabaña cerca de Hällefors, en Örebro, por mi error al confesar un interés, que es falso, en la meditación como práctica estética... La priba me lleva a soltar majaderías.

En Burdeos acabé en la cama con una señora de más de cincuenta (-Lo siento, es el alcohol, perdóneme. -Puedes tutearme, tonto.) por mi empeño en que nos acabáramos una botella de Calvados regalo de no sé quién. Pero lo peor fue en Río, en la favela de Complexo do Alemao.